...Siguiendo con el hilo de una interesantísima discusión en Facebook con Fernando...
Resumiendo, hablábamos de poligamia y de monogamia, en un tono respetable, simpático y jovial. ¡Gracias, Fer!
Y respondo así:
¡Pues
debo decir que interesante contra-contra-análisis el que me ofreces! Viva la
dialéctica. ¿Sabes? Hay territorios donde no sirve de nada (práctico) el
debatir, pues cuando tocamos las ideologías o la fe, nadie cambiará un átomo de
su oponente (dialéctico). Sin embargo, el ejercicio suele ser placentero para
el intelecto, y por eso lo hacemos, siempre sosteniendo las riendas de las
pasiones y las emociones (porque si nos dejamos llevar por las furias
siderales, sucede que damos un mensaje erróneo, en el que probablemente ni
pensemos, a parte de perder toda posibilidad de "disfrute" de ese
intercambio dialéctico). Dicho lo cual, vaya por delante pues que no quiero
convencer a nadie, te planteo una nueva "réplica", y que vayan
sumando.
Lo
que planteas nos lleva a una reflexión más profunda que lo que la mera y
superficial observación de la realidad (¿la realidad?) de nuestro entorno,
digamos, podría presentarnos. Lo que propones nos lleva a pensar en la
siguiente pregunta: ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? Dejemos de lado los
estudios de Darwin, y quedémonos en la vibración metafórica de la expresión
popular. La pregunta sería qué fue antes, la naturaleza humana o sus leyes e
imposiciones. O formulado de otra manera: Las leyes (morales, éticas, sociales)
de las sociedades aparecen por sí solas, o llegamos a ellas tras la observación
milenaria de lo que "nos hace bien" y "lo que nos hace
mal".
¿Por
qué hay setas que son venenosas? Porque pueden matar, o dañar gravemente tu
organismo. ¿Cómo reconocemos las que son venenosas? Bueno, hoy, porque hay
estudios científicos que explican hasta la saciedad los componentes químicos
perjudiciales. ¿Cómo lo sabían nuestros ancestros, desde hace miles de años?
Porque, sin saberlo, ya aplicaban el método científico: experiencia y error. A
base de meterse en la boca todo lo que manaba del suelo, los hombres
ancestrales aprendieron lo que era perjudicial y lo que era beneficioso.
Sirva
este ejemplo para ilustrar el tema que nos ocupa: ¿es el ser humano polígamo
por naturaleza? Pues mire usted, si atendemos a su cuerpo como único patrón de
conducta, sí, lo es. ¿Qué es el sexo? Bueno, digamos que la naturaleza nos sembró
en la psiquis una serie de detonantes que activan los aparatos reproductores,
para, justamente eso: reproducirse. ¿Podríamos reproducirnos entonces con
varios machos o hembras? Pues, como hacen algunos animales (no todos, como el
lobo o la golondrina), sí. Vayamos un poco más lejos, vayamos a esos “detonantes”.
Esos pensamientos o excitaciones nerviosas que nos suscitan el deseo sexual.
Los seres humanos (como otros animales, tales como el perro o el mono) no tardan
en relacionar “placer” con “gratuidad”, es decir, no tardan en descubrir que el
placer en sí mismo puede experimentarse sin un fin determinado, por el puro y
mero hecho de experimentarlo: en este sentido se presenta la “variedad” como un
posible y atrayente modo de experimentar placer. Variar de personas, por
supuesto, pero también de objetos: ¿por qué no frotarnos contra una farola?
Bueno, esa libertad existe, afortunadamente, aunque solo una pequeñísima parte
de la gente se lance a tales experimentos (en Londres una mujer se ha casado,
legalmente, con una estación de tren abandonada, con la que mantenía relaciones
sexuales desde hacía años).
Ahora
bien, si en el devenir de la Historia hemos creado las sociedades, teniendo
como pilares fundamentales “lo que nos hace bien” y “lo que no nos hace bien”, ¿por
qué se constituye el matrimonio monógamo tan tempranamente en tantas
sociedades? (Nota: no en todas las sociedades, como sabemos). ¿Pero por qué? ¿Quién
se ocupó de reflexionar sobre este punto? En antropología se estudia que la
creación de una sociedad nace de la observación de la naturaleza de
convivencia, lo cual genera “normas” para preservar esa naturaleza de
convivencia, para conducir a los nuevos integrantes de la manada social (los
bebés que vienen al mundo), y así mantener el “orden” social que, a priori,
existe para hacernos bien, y evitarnos el daño (en ningún restaurante, que yo
conozca, se nos sirven setas venenosas como guarnición). Es cierto que las
sociedades cambian a base a transgredir ciertas normas, y eso no está mal, en mi
opinión, siempre y cuando dichos cambios vayan sujetos a dos principios: la
aceptación de la mayoría de la sociedad para crear pilares estables y
fundamentales, y el principio de respeto a la integridad del “otro”. Hay
ciertos cambios sociales que han conllevado mucho tiempo, muchas lágrimas, un
poco de sangre e incluso algún muerto. Pero bueno, la sociedad va avanzando, y
hoy los homosexuales pueden constituirse como pareja estable y legal, aceptada
por la mayor parte de la sociedad (aunque queden grupúsculos de detractores,
algunos violentos, que afortunadamente van desapareciendo con el paso de los
años y el empuje de las generaciones).
Pero
sigamos con el tema principal: ¿por qué las sociedades, muchas, que no todas,
establecieron desde sus incipientes orígenes la monogamia o el matrimonio?
Bien, lo sencillo en este caso es decir que ello servía para “imponer” (palabra
que utilizas en tu última réplica) una pauta social. Un científico auténtico de
la naturaleza humana, un auténtico arqueólogo del pozo profundo de la
antropología, no se quedaría en ese simple hecho (por cierto, simplista), sino
que se preguntaría por qué.
Se
abren dos cauces (el uno no puede negar al otro, pues carecemos de máquinas del
tiempo para remontarnos a hace cien mil años y responder a ciertos porqués): El
primero es el del “control” que planteas. Podría ser que los primeros
gobernantes de las tribus arcaicas establecieran esa pauta para evitar un
exceso en la natalidad (aunque los métodos anticonceptivos son tan antiguos
como la disociación entre “sexo” y “reproducción”). Por lo que este argumento
pierde fuerza… Pero los defensores del mismo encuentran rápidamente otro
soporte argumental para no abandonar su juicio (o pre-juicio) del asunto: “la
religión”.
Esto
abre el segundo cauce: habría que ahondar más en el significado etimológico de
la palabra religión (“religare”) y en sus construcciones socio-políticas en las
primeras sociedades. En este sentido, y atendiendo al principio antropológico
de que el ser humano busca siempre la “facilidad” en sus modos de convivencia, ¿de
dónde nace entonces ese “pensamiento” de que la poligamia es mala? Pensar como
hombres de hoy, nos oscurecería cualquier reflexión honda del asunto. Hay que
dejar bien atrás los pre-juicios para ponerse en el pellejo de aquellos padres
y madres de las sociedades humanas. No sería descabellado, por lo tanto, pensar
que tal vez el ser humano ya observara en sus inicios que el tener relaciones con
varias personas le procuraba malas sensaciones y experiencias. Quizá no durante
el acto sexual, donde la mente se confunde, se mezcla, desaparece, sino a
posteriori. Tal vez esas prácticas lo llevaban a alimentar sentimientos de
frustración, de complejos, de envidias, de celos, de posesiones, de comparaciones.
O tal vez, yéndonos aún más a lo más hondo de la psique, a encontrarse con ese
horrible sentimiento de “tristeza” o “depresión”, que probablemente el hombre arcaico
no pudiera explicar, pero sí sentir. E igual que las setas venenosas, desde muy
temprano, tratara de apartarse de aquello, a pesar de que las setas venenosas
suelen ser las más vistosas, las más perfumadas, las más apetecibles. Ya, pero
matan.
Tal
vez, en las Religiones arcaicas, que pretendían establecer una suerte de “re-unión”
(re-ligare) con la Naturaleza (mal traducida por Dios, ya por los griegos, ZeusàTheosàDeosàDios), se asentaran esas bases de protección de
aquello que nos perjudica y que nos une a la Naturaleza.
Contraargumento:
Ya, pero está en la Naturaleza el tener sexo a placer. Sí, también la
Naturaleza nos ofrece las setas venenosas, y el ser humano, a base de
probarlas, ha comprendido que el ejercicio de contención del apetito le lleva a
sobrevivir.
Contraargumento:
Ya, pero uno no se muere por tener una vida promiscua. Cierto. Pero ¿qué
factura pasa a largo plazo?
Y
aquí el debate entre viejos y jóvenes. Los jóvenes dirán: nada. Los viejos
dirán: todo. Y en ese todo podríamos hacer relucir esa “tristeza” o “depresión”
que aparece en el ser humano tantas veces.
Ya
nos adentramos en terrenos inestables bajo nuestros pies. Cierto. En los
terrenos de las opiniones, de los juicios individuales y personales, o en
ciertos conocimientos que podamos tener cada uno, en base a nuestra propia
experiencia, conocimientos provocados por el esquema “experiencia y error”.
Y
volvemos así al punto de partida: ¿quién tiene razón? Pues nadie. O todos.
Mientras no se haga daño a nadie más, ¿qué tiene de malo pensar u obrar
diferente?
Y
no queda otra, pues, que hablar de mí (no por nada, simplemente porque soy yo
quien está escribiendo esto). Yo he tenido una vida agitada. He probado las
mieles de la variedad, he jugueteado con los límites, he bebido de las aguas de
las prohibiciones o inmoralidades. Un día, ya en mi juventud, maté el
pre-juicio de lo “establecido”, y me lancé a vivir aventuras. Pasé por aquel
estadio del Carpe Diem y del “a mí qué me van a decir”. Borracho de juventud,
no vi, por ningún lado, que cada acción nuestra siembra repercusiones en el
futuro. Ay, cuantos quebraderos y requiebros yo mismo me sembré. Ay cuando la
vida me metió a golpe de mortero los frutos de mis acciones hasta el gaznate. Ay
que digestión larga y pesada. Pues sí, pasé por una larga depresión, en la que
me costó Dios y ayuda entender que yo mismo la había provocado.
Ahí
aparecen las inquietudes: ¿por qué sufro? Y luego libros, y psicólogos, y
médicos, y medicamentos, y sanciones alimentarias, sanciones alcohólicas,
sanciones y más sanciones, que te van, poco a poco, despejando las
entendederas. Y luego otras cosas, pues las tenues luces que arribaban me
dejaban ver que se me presentaban ya dos opciones: o sedación y vida a medio párpado,
o sanación auténtica. Y si yo mismo me había generado aquellas sensaciones, yo
mismo debía curarme. Y es en ese momento cuando las fuentes del saber surgen alrededor.
Fuentes que no llegan, pues han estado siempre ahí, solo que nunca te habías
preocupado de mirar (pues en otras épocas andaba uno más preocupado en otros
menesteres); y así destellan de pronto algunos libros de la biblioteca, en los
que no habías reparado antes. Aparecen palabras en tu mente, que te hacen
buscar más en internet. Algunas personas cobran más importancia en tu vida, porque
antes eran puros asteroides periféricos, raros e incomprensibles. Muchas
conversaciones re-afloran en uno, porque antes uno no estaba listo para
entenderlas. Y llega uno a la conclusión de que, como hiciera Siddharta hace
2.500 años, hay que sentarse, tranquilo, respirar, en soledad, y ponerse a
mirarse el interior. Y empezar a comprender. Y empezar a ver los detonantes. A
sentir cómo funcionan. A ver cómo uno los ha alimentado a lo largo de toda la vida.
Cómo los ha superpuesto por encima de otras cosas. Cómo esos detonantes nos
apartan de la auténtica naturaleza que reside en el zumbido de las abejas, en
el cri-cri de las cigarras, en el frote del viento con las hojas, en la mirada
de mi perrita cuando se queda absorta mirando la chimenea, en los puentes que
hacen las hormigas para sortear un riachuelo, en las nubes informes, en los
cielos que se ocultan tras las nubes informes. Y uno llega en esos estados
meditativos, a establecer, por uno mismo, la conclusión a la que llegó
Siddharta, ya hecho Buda, de que “el deseo es el origen del sufrimiento”. Y
surgen entonces frases que algún día se adentraron en la conciencia, y que ahí
pernoctaban hasta ese deslumbramiento, como el “Niégate a ti mismo” que dijera
un hombre sabio y sencillo, al que las mentes tozudas y “controladoras” (aquí
te doy la razón) de los que quisieron “institucionalizar” las pulsiones
espirituales, lo convirtieron en un personaje mítico e incuestionable, Padre,
Hijo y redentor de la Santa Madre Iglesia.
Y
en esos estados uno se Niega a sí mismo, niega sus voluntades corporales (momentáneamente)
niega su propia mente, y se sume en ese estado de Conciencia del que hablara
Buda, y comprende que nada de lo que hay fuera es real, comprende que esa
Conciencia grandiosa y sencilla a la par, no es más que la propia Naturaleza
que se expresa en nosotros, que se adentra en nosotros, que nos lava del Ego búdico
(o del Pecado Cristiano), y que el Ego o el Pecado no son más que construcciones
verbales cuya simbología fue aniquilada por el fanatismo de aquellos que
quisieron institucionalizar el “dedo” como Realidad, obviando, como es natural,
“la luna” a la que señalaba.
Y
dicho lo cual, nada de lo que yo diga podrá modificar ni un átomo de tu pensar,
ni nada de lo que me digas tú podrá sembrar un ápice de duda en mi propia
experiencia. A partir de ahí, solo digo: vivamos dejándonos llevar por las
pulsiones y los detonadores, tan libremente como podamos, como se nos permita.
Intentemos, al menos, no hacer ningún mal a los otros. Y si algún día, ya
entrados en años, sentimos que la vida se nos desinfla, tal vez, sea el momento
de bajarse del carro, y de sentarse bajo un árbol a hacer ese viaje al interior
que hiciera, hace 2.500 años, Siddharta Gautama. Entonces entenderemos muchas
cosas (sobre todo a los más viejos), y nos sentiremos deliciosamente mudos al
comprender que ninguna experiencia real e íntima puede transferirse al otro, ni
siquiera con el “torpe lenguaje”.
Concluyo,
pues, con el esquema de vida que trato de seguir con rigor, pues lo otro ya lo
probé, y casi me va la vida en ello:
Contención
+ Negación = Felicidad, Luz, Paz.