domingo, 25 de marzo de 2018

Agregation d'espagnol



            Esta oposición, creada en el siglo XIX, permite seleccionar a aquellos docentes que podrán impartir su materia en institutos, escuelas superiores y universidad. Diferenciándose de los profesores de colegio e instituto, los agregados cobran varios cientos de euros más, y trabajan bastantes horas menos a la semana. Un puesto goloso, por el cual las mentes más brillantes de Francia compiten anualmente. No es en vano, entonces, que yo lo haya intentado tres años. Infructuosamente. Recuerdo el primer año que me presenté para agregado de español, siendo el español mi lengua nativa, siendo licenciado y “masterizado” en lengua española y literatura, habiendo vivido varios años en Francia, hablando y leyendo el francés “casi” como un nativo, creí que no encontraría mayor dificultad. Qué placer equivocarse… Tras un año (el primero) estudiando y leyendo profundamente el programa, siguiendo cursos de preparación en la universidad, llegué al examen con todas las confianzas. Mas descubrí que no se trataba de un examen que privilegiara a los “docentes” más aptos, aquellos que más supieran de su materia, de su especialidad (en mi caso el español), aquellos más capacitados, más talentosos, para enfrentarse a una sala repleta de alumnos, aquellos que tuvieran una mayor sensibilidad, una mayor intuición para saber adaptarse al conjunto de alumnos, y a cada uno de ellos. No, todo lo dicho, no es un baremo en dicha selección. Observé que la mitad de las pruebas se planteaban en francés: Una disertación en español, una disertación en francés, y dos traducciones, de español a francés y de francés a español. Administrando medianamente la lengua francesa, y gobernando la española, podríamos pensar que no hubiera sido difícil obtener mi estatus de agregado. Pero no, un nuevo error: la lengua es un baremo importante, por supuesto, también lo son los conocimientos sobre los cinco temas que se plantean (tres de literatura, dos de cultura), pero parece que uno de los factores clave que se impone con mayor firmeza en esta criba es la metodología. Una metodología cartesiana, realmente útil y desafiante, propia del sistema educativo francés, en la que los franceses han sido instruidos desde su más tierna infancia, no suponiéndoles mayor dificultad para la realización de un examen, aún sin dominar a la perfección la lengua que enseñarán más tarde, en un instituto, en un colegio superior o en la universidad. El resultado es que esta primera criba deja de lado a muchos españoles: seguimos contemplando cómo la mayor parte de profesores de secundaria y de universidad de lengua española son franceses. Hay una buena parte con la que me he encontrado que despiertan todas mis admiraciones, y lo declaro a los cuatro vientos: personas enamoradas de mi lengua, que la enseñan con devoción y maestría. Desafortunadamente, no son todos los casos… Sigo encontrando casi a diario profesores de español que carecen, primero, de la confianza que tendría un nativo, y segundo (y lo más importante), del gobierno gramatical y pragmático de dicha lengua. Entiendo que para una persona que simplemente quiera manejarse en español, para viajar, para conversar con extranjeros, para leer o ver películas o series, no hay un nivel definido: nadie le juzgará por confundir “ser y estar”, por aplicar erróneamente un tiempo pasado, o por no respetar la diferencia preposicional que ofrecen “a” y “en” o “por” y “para”. No pasa nada. Yo mismo, en mi francés matutino, confundo estas cuestiones, y nadie me juzga por ello, provoco, eso sí, algunas burlas y demás situaciones cómicas que, extranjero aquí, debo aceptar con una sonrisa, aunque no siempre me apetezca. Pero tratándose de un profesor, quizá encontremos un problema más agudo.
            Comprendo, cómo no, que existan pruebas en francés: el francés es la lengua vehicular en Francia, solo faltaría, y es necesario una mínima destreza de tal lengua para poder enfrentarse a una administración, a un mundo laboral, a ciertos sectores de la vida práctica. Pero me pregunto, ¿por qué en una oposición para profesor de español se pide un igual dominio de la lengua francesa? Entiendo, y defiendo, el que se exija el “francés” en una oposición para profesor de español, tratándose de ocupar un puesto en Francia. Viviendo aquí, debe ser obligatorio un mínimo dominio de la lengua francesa. Pero, ¿hasta qué punto? Entiendo, perfectamente, que para profesor de universidad se deba tener una gerencia casi total de dicha lengua, ya que te verás, probablemente, dando una conferencia en francés, para un público que no conozca forzosamente el español. Pero, ¿por qué no la misma exigencia para la lengua que se enseña? Repito que son muchos los profesores que he conocido que carecen de un dominio sistemático, espontáneo, natural, de la lengua que enseñan, en este caso el español. Y esto no pretende ser una crítica a estos profesores, por supuesto que no: la mayoría son personas admirables, respetables, adorables. No, pretende ser un replanteamiento, quizá, del sistema educativo por un lado, y del sistema de selección por otro.
            Hablábamos de metodología. La metodología de una disertación es muy precisa e inflexible. La teoría es sencilla: se debe introducir y contextualizar el tema que se va a abordar, seguido de una “problemática” que será el objeto de la disertación. A continuación se habrán de plantear dos o tres partes en las que se dividirá la disertación, y tras haberlas tratado, por separado, se cerrará con una conclusión coronada con una “pregunta abierta”, que pudiera plantear futuras disertaciones. En “teoría” la cuestión se presenta sencilla. En la práctica, y hablo por experiencia, la elaboración es harto compleja. Un estudiante formado e instruido en Francia, no encuentra mayores complicaciones: ha aprendido y practicado este modelo desde el colegio. Un candidato extranjero, en este caso español, se encuentra en mil y un aprietos que se presentarán casi a cada frase de la redacción: un deseo irrefrenable de decir o plantear cuestiones periféricas, que sembrarán su discurso de cabos sueltos, comparaciones con otros temas, obras literarias, acontecimientos históricos, que aunque tengan que ver con el tema central, no aportan en realidad una sustancia al objeto disertado, un problema de orden y de concierto, la ausencia de un equilibrio formal, lo cual está terriblemente penalizado: si, por ejemplo, la primera de las partes resulta sensiblemente más larga que la segunda o la tercera, etc. La disertación francesa se aprende a base de practicarla, además, a modo de los artículos académicos, obligan al candidato a hacer un gran esfuerzo por mantener el orden, el lenguaje elevado, la resonancia intelectual que deberá vibrar en todo el trabajo, ofreciendo, además, ideas siempre interesantes y sujetas al tema tratado. La teoría es fascinante, a mí me sigue fascinando. De hecho, este año he vuelto a presentarme por el puro hecho de volverme a enfrentar a estos retos intelectuales que, de alguna forma, van más allá de la prueba en sí misma: ofrecen una reflexión profunda de la vida, de tu entorno, de la sociedad, encienden la mecha de la observación y del juicio, y es por eso, precisamente, que me hallo aquí reflexionando sobre esto.
            La teoría es fascinante, repito, pero la practica es descorazonadora: observando que hay personas que, sin esa naturaleza reflexiva e intelectualmente elevada pasan estas oposiciones sin mayor problema. ¿Por qué? Porque, a priori, no se mide a la persona en sí misma, sino su producción. Todos podemos ser “formateados” para decir tal o cual cosa, de tal o cual forma. Esto es lo que se mide. Hay candidatos que se presentan a este examen sin ese fondo vibrante y maravilloso de “enseñar”. Candidatos atraídos por un jugoso salario, por pocas horas de trabajo. Candidatos que han sido bien “formateados” a lo largo de sus años de estudios, y para quienes una disertación no ofrece mayor dificultad. Evidentemente el nivel lingüístico es fundamental, pero repito que conozco un número preocupante de profesores, de instituto y de universidad, que carecen de un dominio primordial y natural del español, y que, sin embargo, cuentan con las herramientas suficientes para pasar estas oposiciones.
            Pero este texto no pretende ser una reflexión acerca de la Agregation d’espagnol, el examen en sí mismo me encanta. Es una reflexión que va más allá. Pretende llegar, de hecho, al porqué. Y aquí es donde introduzco una anécdota:
            Tras el primer examen, salí de la sala a la calle, con un hondo deseo de respirar. Las pruebas tuvieron lugar en la Universidad de Ciencias, en mitad de un campus espacioso y ajardinado, por donde pasear es un placer. Así que me encaminé, lentamente, hacia el coche. Por el camino, me crucé con un señor. Traía cara de malhumor, caminaba rápido y no me dio los buenos días (lo cual, para un español, no resulta perturbador). Traía en su mano un matojo de plásticos y papeles. Al pie del camino, junto al césped, se agachó a recoger airadamente un envoltorio de una bolsa de patatas. Lo arrugó junto con los otros, y puso rumbo a una papelera donde los arrojó con un palpable disgusto. Creo que hasta le oí farfullar algo entre los dientes. No era un señor de la limpieza. Vestía como un profesor, con su traje y con su revuelo en torno a su cabeza. Al principio me provocó una sonrisa, un pensamiento simpático, positivo: qué país este, la gente se detiene a recoger los papeles que moran por el suelo. Pero el señor despedía una energía que se impregnó en mi alma, y que llevé conmigo todo el día. Ya de vuelta a casa, conduciendo por las callejuelas grises de esta ciudad, seguí dándole vueltas al asunto. Al recoger aquel plástico del suelo, el hombre me miró, y sentí que me lanzaba una suerte de reprimenda. No es que pensara que yo había arrojado dicha bolsa al suelo, la distancia que guardaba yo con el objeto desterraba toda sospecha, pero sentí que, a falta de otra persona a quien recriminar, me eligió a mí, espontáneamente, tal vez porque no hubiera nadie más en el lugar. Bueno, aún así entendí su frustración, tocado irremediablemente por aquellos jóvenes irrespetuosos que ensucian su universidad, su ciudad, su país, su mundo. Sin embargo sentí que estaba recogiendo aquel último plástico delante de mí, para darme a entender algún tipo de mensaje. Hasta aquí bien. Hace unos años, tuve una amiga que me habló de un maestro hindú que siempre aguardaba a que el semáforo estuviera en verde para cruzar, aún no pasando ningún coche. Mi amiga le preguntó que por qué no cruzaba, cuando todo el mundo lo hacía, y más cuando no había ningún coche en lontananza. El maestro le explicó que estamos “educando” a los demás en todo momento, y que el esperar a que se abriera el semáforo para el peatón, servía ya de modelo para cualquier niño despistado que pudiera vernos. Me pareció una enseñanza meditada y profunda. Pero, ¿qué diferencia encontré con respecto a este profesor que recogía los papeles del suelo? Justamente, el contenido. En el caso del maestro hindú, sentí que había de fondo un contenido que lo conectaba al funcionamiento del ser humano, al de la sociedad, a la propuesta del hinduismo de “ser consciente de tus actos”. En el caso del frustrado profesor, sentí que había, simplemente, una rabieta aderezada con los años, y una suerte de xenofobia moral: “yo sé lo que es bueno, y los que hacen este tipo de cosas no”. En su cara, en sus movimientos, en sus actos, sentí que emanaba un desprecio que no nos planteaba un “modelo”, si no una “reprimenda”.
            Con estas reflexiones llegué a casa. Y ya acomodado en el sofá, seguí yendo y viniendo acerca de esta cuestión. Las diferencias entre el civismo francés y el español son bastante notables. Cualquier español que viva por aquí os lo dirá. Aunque para mí Francia está a caballo entre los países del norte de Europa y los del sur: su situación geográfica no podría desvelar esta cuestión con mayor claridad. Aquí se combinan esas pasiones sureñas, ese gusto y amor por el vivir, con el marco estable y a veces recalcitrante de “no se tiran papeles al suelo”. Os lo explico con un ejemplo: Uno grupo de jóvenes se reúnen en un parque. Cuando dejan el lugar, en España contaríamos veinte papeles en el suelo, cincuenta colillas, algún vaso de plástico y alguna botella, todo ello enmarcado por un alfombrado de cáscaras de pipas. En Noruega, probablemente, veríamos el suelo tal cual estaba cuando llegaron. En Francia, veríamos más o menos la mitad: cinco papeles, una botella (quizá), el mismo número de colillas (aquí fuman igual que en España), con la ausencia, eso sí, de las pipas: aquí no se consumen, algo que resentimos muy profundamente los españoles. En este sentido, encuentro más equilibrio ético y social en Francia que en España. Ahora bien, ahí va mi pregunta: ¿de dónde viene este civismo? Este civismo, ¿tiene contenido? La persona que recoge papeles del suelo, que te mira mal cuando tiras una colilla, que te recrimina con la mirada cuando cruzas la calle no habiendo bajo tus pies un paso de cebra, ¿por qué lo hace? Es indiscutible que un país cívico es más agradable. Uno encuentra su espacio de un modo más sencillo. Lo único que tienes que hacer es respetar las normas y listo. Pero, ¿de dónde viene esta actitud cívica? ¿Se aprende a pie juntillas desde el colegio, o se plantea una reflexión profunda al niño para que sienta que ese civismo es fundamental para la vida social? Bueno, a veces tengo la impresión de que es lo primero. Pero el hombre que recogía papeles malhumorado en el campus universitario carecía de ese contenido social, humano, comprensivo, que nos hace querer construir una sociedad más cívica desde el compromiso de cada individuo, y no desde la imposición de un civismo abstracto que más nos vale respetar.
            Otra anécdota. Recuerdo una vez, recién desembarcado en Rennes, que acompañé a una amiga al médico. Era francesa. Era hippie. Tenía unas rastas que cubrían su espalda, ropas coloridas y desvencijadas, que le daban un aire jovial y divertido. Era una persona maravillosa. Estoy seguro de que lo sigue siendo. Era de izquierdas, muy comprometida. Hablaba todo el tiempo de las injusticias sociales, criticaba hondamente el sistema y a sus dirigentes, así como a los votantes que preservaban el sistema tal cual. Estaba a favor de entrar en el metro sin pagar su billete, de las pintadas en los muros, de las manifestaciones, legales o no. Emanaba una energía y una juventud que me fascinaban. Un día, la acompañé al médico. En la sala de espera, tras casi una hora y previendo que aún nos quedaba otro tanto, improvisé un juego para entretenernos: tomé una revista, una de esas revistas de hace quince años que ya nadie lee, y que concluyen su viaje, siempre, en las salas de espera (en esto Francia no es diferente a España). La abrí al azar, tome un boli, y comencé a dibujar bigotes a los personajes. Esperé una complicidad por su parte, pero esto no sucedió. Con el ceño fruncido, me miró y me dijo “Marcos, eso no se hace”. “¿Por qué no?”, pregunté (contenido, esperaba contenido). Porque no. Porque no está bien. Ese fue todo el contenido que recibí. Descorazonador. Fue mi primer contacto con una realidad que comienza a tomar forma en mi entendimiento: este civismo (y probablemente el de los países nórdicos también), no nace de una reflexión en el individuo, sino de una instrucción, un “formateo”, que se aplica, ya desde las escuelas, para crear “ciudadanos”. El panorama es bueno, cómo negarlo, personas más cívicas y responsables de cara a la sociedad. La vibración (y yo soy un hombre de vibraciones) es descorazonadora, pues no siento la vibración casi espiritual (y con ello quiero decir “de fondo”) de aquel maestro hindú que no cruzaba nunca en rojo.
            Esto me lleva a otra reflexión. Platón decía que no conocemos la Realidad. Sin embargo, creemos que sí. ¿Por qué? Porque el ser humano, en su infinita vanidad, parte de la base de que la Realidad es aquello que percibe, cuando sabemos que nuestros sentidos están infinitamente limitados. Deberíamos asumir que conocemos solo una parte (reducida) de esa Realidad infinita que nos rodea. Pero el problema no es ese, el problema es que a partir de esa Realidad que hemos pactado tácitamente los seres humanos para comprendernos entre nosotros, hemos “conceptualizado” cada cosa. Así vivimos en un mundo de conceptos, y no de realidades. Un elefante no es un animal que vive en África o en Asia, es un concepto que sirve a ciertas funciones comunicativas, es todo. Salinger lo explica mucho mejor en su cuento “Teddy” (lo recomiendo viva(z)mente desde aquí). El personaje de Teddy, ese niño de siete años que es la rencarnación de un gran Maestro de la India, explica que en su país no se les enseña a los niños “qué es un elefante”, con dibujos ni explicaciones, sino que se les lleva a la selva para que vean, para que toquen, directamente uno. Eso es un acercamiento personal a la realidad, opuesto diametralmente al  concepto. El problema fundamental nace con el lenguaje. Al principio, el lenguaje servía para referirse a un elemento de la realidad circundante. Pero pronto, el lenguaje se apoderó de dicho objeto, conceptualizándolo, y, aún peor, remplazándolo. De tal forma que cuando un objeto no tiene un nombre, no podemos atisbarlo. No podemos atisbar la Realidad que no tiene “nombres”. Hemos remplazado la Realidad con el lenguaje y sus conceptos, vivimos en esos conceptos, alejados de la Realidad. Y así los sistemas sociales, así las pautas de conducta, así los sistemas educativos y las oposiciones: guardan un puro carácter conceptual, habiendo perdido la raíz de sus porqués. Estoy seguro de que la Agregation tuvo un origen cargado de contenidos vinculados a realidades concretas, sujetos a contextos sociales y educativos, incluso políticos, que la sociedad del siglo XIX entendía. Pero hoy en día, siento que todo se ha quedado ahí: se ha perdido la esencia de esa “realidad”, de esa “necesidad”, del “porqué” es necesario este examen, de “para qué” es necesario, de “por qué es así”, en detrimento del puro examen en sí. Del asentamiento de este sistema de meritocracia en el que debemos “cribar” en base a una serie de méritos, quizá ya desfasados, obviando otra serie de cosas que, a mi modo de ver, están más en contacto con la Realidad educativa: vocación, conocimiento, humanidad.

            Pareciera que me he dejado llevar por Úbeda y sus cerros (si esto fuera una disertación, ya estaría descalificado… casi desde el principio), pero no. Soy español, nadie me enseñó nunca a disertar. Pero es cierto que en España, el caos se presenta con cierta insistencia y naturalidad. Es un país caótico, desde hace milenios, pero vibrante, muy vibrante. Allí los papeles moran por los suelos, y pocos ciudadanos de a pie toman la pena de recogerlos. Pero al menos sé (o siento) que quien lo hace, lo hace movido por un contenido, y no por un miedo. Esto daría mucho más juego. Pero volvamos a la Agregation. Me resulta un examen fascinante. Seguiré intentándolo en años venideros. Jamás lo aprobaré, pero seguiré intentándolo, pues siento, individualmente, que preparándolo y ejecutándolo hay algo en mi fondo que mejora. Pero desando las trochas de estas reflexiones para regresar a esa pregunta meridional: ¿por qué? ¿Por qué este examen? ¿Por qué este sistema de “criba” que no busca “talentos o vocaciones” sino “resultados y competencias”? ¿Por qué “competencias intelectuales” y no “competencias humanas”? ¿No debería ser este un patrón clave para el trabajo docente? ¿O al menos una combinación de ambas? ¿Dónde queda, pues, la criba “humana”? Señores, señoras, yo no la veo. Y, si tanto preocupan los resultados, ¿porqué no mirar lo que sale al final del proceso? Miremos:
            Soy profesor de español en escuelas superiores y en la universidad. Soy contratado, no titular, pues no tengo la oposición (creo que este punto ha quedado claro a lo largo de mi “disertación”). Doy clases de español a alumnos que han estudiado español desde la secundaria, una media de seis años. Y en seis años de español, más del 80% no son capaces de formular una frase con un mínimo de seguridad, de confianza, y despejada de errores básicos. Un 80% de la clase me mira con ojos bizcos cuando les digo que Ser no es siempre permanente, ni Estar es siempre temporal, por lo que NO podemos decir “yo estoy profesor”, aunque pueda cambiar, o “Pepito es muerto”, aunque sea permanente. Cuando les explico que no decimos “yo fue en Madrid”, y cuando veo que no entienden por qué, pues nadie les ha explicado jamás que “a” y “en” no son igual en francés que en español. Y qué decir de la conjugación... Esa tendencia extendida a confundir la tercera y la primera persona, sin saber tantas veces distinguirlas. O cuando les afirmo y asevero que expresiones como “tanto más cuanto que” no es de uso coloquial, o que no sembramos nuestros discursos de “en efecto” para introducir cada idea (en effet en francés). Nadie se lo ha explicado, porque la mayoría de profesores de español no son españoles. Y quiero dejar bien claro que no hace falta ser nativo para enseñar una lengua, pero sí exigir que el profesor de dicha lengua tenga un conocimiento pleno de la lengua que enseña. Y, además, saber enseñarla, con vocación, con paciencia, con comprensión, con inteligencia, y, qué duda cabe: con amor.

Así que vuelvo a la pregunta: ¿por qué este sistema de criba? ¿Qué se mide exactamente en una oposición para profesor de español? ¿Saber respetar una metodología inflexible, en lugar de valorar la vocación y el conocimiento pleno de la materia que se va a ensañar? ¿Acaso nos estamos perdiendo en la forma y asolando el contenido? Bueno, como suelo decir, solo Mary Poppins lo sabe.

Que el mundo se me parezca

  Que el mundo se me parezca   El confinamiento nos ha traído, aparte de algunas otras decenas de cosas, reflexión. Es cierto que estamo...