Esta
oposición, creada en el siglo XIX, permite seleccionar a aquellos docentes que
podrán impartir su materia en institutos, escuelas superiores y universidad.
Diferenciándose de los profesores de colegio e instituto, los agregados cobran
varios cientos de euros más, y trabajan bastantes horas menos a la semana. Un
puesto goloso, por el cual las mentes más brillantes de Francia compiten
anualmente. No es en vano, entonces, que yo lo haya intentado tres años.
Infructuosamente. Recuerdo el primer año que me presenté para agregado de
español, siendo el español mi lengua nativa, siendo licenciado y “masterizado”
en lengua española y literatura, habiendo vivido varios años en Francia,
hablando y leyendo el francés “casi” como un nativo, creí que no encontraría
mayor dificultad. Qué placer equivocarse… Tras un año (el primero) estudiando y
leyendo profundamente el programa, siguiendo cursos de preparación en la
universidad, llegué al examen con todas las confianzas. Mas descubrí que no se
trataba de un examen que privilegiara a los “docentes” más aptos, aquellos que
más supieran de su materia, de su especialidad (en mi caso el español),
aquellos más capacitados, más talentosos, para enfrentarse a una sala repleta
de alumnos, aquellos que tuvieran una mayor sensibilidad, una mayor intuición
para saber adaptarse al conjunto de alumnos, y a cada uno de ellos. No, todo lo
dicho, no es un baremo en dicha selección. Observé que la mitad de las pruebas
se planteaban en francés: Una disertación en español, una disertación en
francés, y dos traducciones, de español a francés y de francés a español.
Administrando medianamente la lengua francesa, y gobernando la española,
podríamos pensar que no hubiera sido difícil obtener mi estatus de agregado.
Pero no, un nuevo error: la lengua es un baremo importante, por supuesto,
también lo son los conocimientos sobre los cinco temas que se plantean (tres de
literatura, dos de cultura), pero parece que uno de los factores clave que se
impone con mayor firmeza en esta criba es la metodología. Una metodología
cartesiana, realmente útil y desafiante, propia del sistema educativo francés,
en la que los franceses han sido instruidos desde su más tierna infancia, no
suponiéndoles mayor dificultad para la realización de un examen, aún sin
dominar a la perfección la lengua que enseñarán más tarde, en un instituto, en
un colegio superior o en la universidad. El resultado es que esta primera criba
deja de lado a muchos españoles: seguimos contemplando cómo la mayor parte de
profesores de secundaria y de universidad de lengua española son franceses. Hay
una buena parte con la que me he encontrado que despiertan todas mis
admiraciones, y lo declaro a los cuatro vientos: personas enamoradas de mi
lengua, que la enseñan con devoción y maestría. Desafortunadamente, no son
todos los casos… Sigo encontrando casi a diario profesores de español que
carecen, primero, de la confianza que tendría un nativo, y segundo (y lo más
importante), del gobierno gramatical y pragmático de dicha lengua. Entiendo que
para una persona que simplemente quiera manejarse en español, para viajar, para
conversar con extranjeros, para leer o ver películas o series, no hay un nivel
definido: nadie le juzgará por confundir “ser y estar”, por aplicar
erróneamente un tiempo pasado, o por no respetar la diferencia preposicional
que ofrecen “a” y “en” o “por” y “para”. No pasa nada. Yo mismo, en mi francés
matutino, confundo estas cuestiones, y nadie me juzga por ello, provoco, eso
sí, algunas burlas y demás situaciones cómicas que, extranjero aquí, debo
aceptar con una sonrisa, aunque no siempre me apetezca. Pero tratándose de un
profesor, quizá encontremos un problema más agudo.
Comprendo,
cómo no, que existan pruebas en francés: el francés es la lengua vehicular en
Francia, solo faltaría, y es necesario una mínima destreza de tal lengua para
poder enfrentarse a una administración, a un mundo laboral, a ciertos sectores
de la vida práctica. Pero me pregunto, ¿por qué en una oposición para profesor
de español se pide un igual dominio de la lengua francesa? Entiendo, y
defiendo, el que se exija el “francés” en una oposición para profesor de
español, tratándose de ocupar un puesto en Francia. Viviendo aquí, debe ser
obligatorio un mínimo dominio de la lengua francesa. Pero, ¿hasta qué punto?
Entiendo, perfectamente, que para profesor de universidad se deba tener una gerencia
casi total de dicha lengua, ya que te verás, probablemente, dando una
conferencia en francés, para un público que no conozca forzosamente el español.
Pero, ¿por qué no la misma exigencia para la lengua que se enseña? Repito que
son muchos los profesores que he conocido que carecen de un dominio
sistemático, espontáneo, natural, de la lengua que enseñan, en este caso el
español. Y esto no pretende ser una crítica a estos profesores, por supuesto
que no: la mayoría son personas admirables, respetables, adorables. No,
pretende ser un replanteamiento, quizá, del sistema educativo por un lado, y
del sistema de selección por otro.
Hablábamos
de metodología. La metodología de una disertación es muy precisa e inflexible.
La teoría es sencilla: se debe introducir y contextualizar el tema que se va a
abordar, seguido de una “problemática” que será el objeto de la disertación. A
continuación se habrán de plantear dos o tres partes en las que se dividirá la
disertación, y tras haberlas tratado, por separado, se cerrará con una
conclusión coronada con una “pregunta abierta”, que pudiera plantear futuras
disertaciones. En “teoría” la cuestión se presenta sencilla. En la práctica, y
hablo por experiencia, la elaboración es harto compleja. Un estudiante formado
e instruido en Francia, no encuentra mayores complicaciones: ha aprendido y
practicado este modelo desde el colegio. Un candidato extranjero, en este caso
español, se encuentra en mil y un aprietos que se presentarán casi a cada frase
de la redacción: un deseo irrefrenable de decir o plantear cuestiones
periféricas, que sembrarán su discurso de cabos sueltos, comparaciones con
otros temas, obras literarias, acontecimientos históricos, que aunque tengan
que ver con el tema central, no aportan en realidad una sustancia al objeto
disertado, un problema de orden y de concierto, la ausencia de un equilibrio
formal, lo cual está terriblemente penalizado: si, por ejemplo, la primera de
las partes resulta sensiblemente más larga que la segunda o la tercera, etc. La
disertación francesa se aprende a base de practicarla, además, a modo de los
artículos académicos, obligan al candidato a hacer un gran esfuerzo por mantener
el orden, el lenguaje elevado, la resonancia intelectual que deberá vibrar en
todo el trabajo, ofreciendo, además, ideas siempre interesantes y sujetas al
tema tratado. La teoría es fascinante, a mí me sigue fascinando. De hecho, este
año he vuelto a presentarme por el puro hecho de volverme a enfrentar a estos
retos intelectuales que, de alguna forma, van más allá de la prueba en sí
misma: ofrecen una reflexión profunda de la vida, de tu entorno, de la
sociedad, encienden la mecha de la observación y del juicio, y es por eso,
precisamente, que me hallo aquí reflexionando sobre esto.
La
teoría es fascinante, repito, pero la practica es descorazonadora: observando
que hay personas que, sin esa naturaleza reflexiva e intelectualmente elevada
pasan estas oposiciones sin mayor problema. ¿Por qué? Porque, a priori, no se
mide a la persona en sí misma, sino su producción. Todos podemos ser
“formateados” para decir tal o cual cosa, de tal o cual forma. Esto es lo que
se mide. Hay candidatos que se presentan a este examen sin ese fondo vibrante y
maravilloso de “enseñar”. Candidatos atraídos por un jugoso salario, por pocas
horas de trabajo. Candidatos que han sido bien “formateados” a lo largo de sus
años de estudios, y para quienes una disertación no ofrece mayor dificultad.
Evidentemente el nivel lingüístico es fundamental, pero repito que conozco un
número preocupante de profesores, de instituto y de universidad, que carecen de
un dominio primordial y natural del español, y que, sin embargo, cuentan con
las herramientas suficientes para pasar estas oposiciones.
Pero
este texto no pretende ser una reflexión acerca de la Agregation d’espagnol, el examen en sí mismo me encanta. Es una
reflexión que va más allá. Pretende llegar, de hecho, al porqué. Y aquí es
donde introduzco una anécdota:
Tras
el primer examen, salí de la sala a la calle, con un hondo deseo de respirar.
Las pruebas tuvieron lugar en la Universidad de Ciencias, en mitad de un campus
espacioso y ajardinado, por donde pasear es un placer. Así que me encaminé,
lentamente, hacia el coche. Por el camino, me crucé con un señor. Traía cara de
malhumor, caminaba rápido y no me dio los buenos días (lo cual, para un
español, no resulta perturbador). Traía en su mano un matojo de plásticos y
papeles. Al pie del camino, junto al césped, se agachó a recoger airadamente un
envoltorio de una bolsa de patatas. Lo arrugó junto con los otros, y puso rumbo
a una papelera donde los arrojó con un palpable disgusto. Creo que hasta le oí
farfullar algo entre los dientes. No era un señor de la limpieza. Vestía como
un profesor, con su traje y con su revuelo en torno a su cabeza. Al principio
me provocó una sonrisa, un pensamiento simpático, positivo: qué país este, la
gente se detiene a recoger los papeles que moran por el suelo. Pero el señor
despedía una energía que se impregnó en mi alma, y que llevé conmigo todo el
día. Ya de vuelta a casa, conduciendo por las callejuelas grises de esta
ciudad, seguí dándole vueltas al asunto. Al recoger aquel plástico del suelo,
el hombre me miró, y sentí que me lanzaba una suerte de reprimenda. No es que
pensara que yo había arrojado dicha bolsa al suelo, la distancia que guardaba
yo con el objeto desterraba toda sospecha, pero sentí que, a falta de otra
persona a quien recriminar, me eligió a mí, espontáneamente, tal vez porque no
hubiera nadie más en el lugar. Bueno, aún así entendí su frustración, tocado
irremediablemente por aquellos jóvenes irrespetuosos que ensucian su
universidad, su ciudad, su país, su mundo. Sin embargo sentí que estaba
recogiendo aquel último plástico delante de mí, para darme a entender algún
tipo de mensaje. Hasta aquí bien. Hace unos años, tuve una amiga que me habló
de un maestro hindú que siempre aguardaba a que el semáforo estuviera en verde
para cruzar, aún no pasando ningún coche. Mi amiga le preguntó que por qué no
cruzaba, cuando todo el mundo lo hacía, y más cuando no había ningún coche en
lontananza. El maestro le explicó que estamos “educando” a los demás en todo
momento, y que el esperar a que se abriera el semáforo para el peatón, servía
ya de modelo para cualquier niño despistado que pudiera vernos. Me pareció una
enseñanza meditada y profunda. Pero, ¿qué diferencia encontré con respecto a
este profesor que recogía los papeles del suelo? Justamente, el contenido. En
el caso del maestro hindú, sentí que había de fondo un contenido que lo conectaba al funcionamiento del ser humano, al de
la sociedad, a la propuesta del hinduismo de “ser consciente de tus actos”. En
el caso del frustrado profesor, sentí que había, simplemente, una rabieta aderezada con los años, y una
suerte de xenofobia moral: “yo sé lo que es bueno, y los que hacen este tipo de
cosas no”. En su cara, en sus movimientos, en sus actos, sentí que emanaba un
desprecio que no nos planteaba un “modelo”, si no una “reprimenda”.
Con
estas reflexiones llegué a casa. Y ya acomodado en el sofá, seguí yendo y
viniendo acerca de esta cuestión. Las diferencias entre el civismo francés y el español son bastante notables. Cualquier
español que viva por aquí os lo dirá. Aunque para mí Francia está a caballo
entre los países del norte de Europa y los del sur: su situación geográfica no
podría desvelar esta cuestión con mayor claridad. Aquí se combinan esas
pasiones sureñas, ese gusto y amor por el vivir, con el marco estable y a veces
recalcitrante de “no se tiran papeles al suelo”. Os lo explico con un ejemplo: Uno
grupo de jóvenes se reúnen en un parque. Cuando dejan el lugar, en España contaríamos
veinte papeles en el suelo, cincuenta colillas, algún vaso de plástico y alguna
botella, todo ello enmarcado por un alfombrado de cáscaras de pipas. En
Noruega, probablemente, veríamos el suelo tal cual estaba cuando llegaron. En
Francia, veríamos más o menos la mitad: cinco papeles, una botella (quizá), el
mismo número de colillas (aquí fuman igual que en España), con la ausencia, eso
sí, de las pipas: aquí no se consumen, algo que resentimos muy profundamente
los españoles. En este sentido, encuentro más equilibrio ético y social en
Francia que en España. Ahora bien, ahí va mi pregunta: ¿de dónde viene este
civismo? Este civismo, ¿tiene contenido? La persona que recoge papeles del
suelo, que te mira mal cuando tiras una colilla, que te recrimina con la mirada
cuando cruzas la calle no habiendo bajo tus pies un paso de cebra, ¿por qué lo
hace? Es indiscutible que un país cívico es más agradable. Uno encuentra su
espacio de un modo más sencillo. Lo único que tienes que hacer es respetar las
normas y listo. Pero, ¿de dónde viene esta actitud cívica? ¿Se aprende a pie
juntillas desde el colegio, o se plantea una reflexión profunda al niño para
que sienta que ese civismo es fundamental para la vida social? Bueno, a veces
tengo la impresión de que es lo primero. Pero el hombre que recogía papeles
malhumorado en el campus universitario carecía de ese contenido social, humano,
comprensivo, que nos hace querer construir una sociedad más cívica desde el
compromiso de cada individuo, y no desde la imposición de un civismo abstracto
que más nos vale respetar.
Otra
anécdota. Recuerdo una vez, recién desembarcado en Rennes, que acompañé a una
amiga al médico. Era francesa. Era hippie. Tenía unas rastas que cubrían su
espalda, ropas coloridas y desvencijadas, que le daban un aire jovial y
divertido. Era una persona maravillosa. Estoy seguro de que lo sigue siendo.
Era de izquierdas, muy comprometida. Hablaba todo el tiempo de las injusticias
sociales, criticaba hondamente el sistema y a sus dirigentes, así como a los
votantes que preservaban el sistema tal cual. Estaba a favor de entrar en el
metro sin pagar su billete, de las pintadas en los muros, de las
manifestaciones, legales o no. Emanaba una energía y una juventud que me
fascinaban. Un día, la acompañé al médico. En la sala de espera, tras casi una
hora y previendo que aún nos quedaba otro tanto, improvisé un juego para
entretenernos: tomé una revista, una de esas revistas de hace quince años que
ya nadie lee, y que concluyen su viaje, siempre, en las salas de espera (en
esto Francia no es diferente a España). La abrí al azar, tome un boli, y
comencé a dibujar bigotes a los personajes. Esperé una complicidad por su
parte, pero esto no sucedió. Con el ceño fruncido, me miró y me dijo “Marcos,
eso no se hace”. “¿Por qué no?”, pregunté (contenido, esperaba contenido).
Porque no. Porque no está bien. Ese fue todo el contenido que recibí. Descorazonador.
Fue mi primer contacto con una realidad que comienza a tomar forma en mi
entendimiento: este civismo (y probablemente el de los países nórdicos
también), no nace de una reflexión en el individuo, sino de una instrucción, un
“formateo”, que se aplica, ya desde las escuelas, para crear “ciudadanos”. El
panorama es bueno, cómo negarlo, personas más cívicas y responsables de cara a
la sociedad. La vibración (y yo soy un hombre de vibraciones) es
descorazonadora, pues no siento la vibración casi espiritual (y con ello quiero
decir “de fondo”) de aquel maestro hindú que no cruzaba nunca en rojo.
Esto
me lleva a otra reflexión. Platón decía que no conocemos la Realidad. Sin
embargo, creemos que sí. ¿Por qué? Porque el ser humano, en su infinita
vanidad, parte de la base de que la Realidad es aquello que percibe, cuando
sabemos que nuestros sentidos están infinitamente limitados. Deberíamos asumir
que conocemos solo una parte (reducida) de esa Realidad infinita que nos rodea.
Pero el problema no es ese, el problema es que a partir de esa Realidad que
hemos pactado tácitamente los seres humanos para comprendernos entre nosotros,
hemos “conceptualizado” cada cosa. Así vivimos en un mundo de conceptos, y no
de realidades. Un elefante no es un animal que vive en África o en Asia, es un
concepto que sirve a ciertas funciones comunicativas, es todo. Salinger lo
explica mucho mejor en su cuento “Teddy” (lo recomiendo viva(z)mente desde
aquí). El personaje de Teddy, ese niño de siete años que es la rencarnación de
un gran Maestro de la India, explica que en su país no se les enseña a los
niños “qué es un elefante”, con dibujos ni explicaciones, sino que se les lleva
a la selva para que vean, para que toquen, directamente uno. Eso es un acercamiento
personal a la realidad, opuesto diametralmente al concepto. El problema fundamental nace con el
lenguaje. Al principio, el lenguaje servía para referirse a un elemento de la
realidad circundante. Pero pronto, el lenguaje se apoderó de dicho objeto, conceptualizándolo,
y, aún peor, remplazándolo. De tal forma que cuando un objeto no tiene un
nombre, no podemos atisbarlo. No podemos atisbar la Realidad que no tiene
“nombres”. Hemos remplazado la Realidad con el lenguaje y sus conceptos,
vivimos en esos conceptos, alejados de la Realidad. Y así los sistemas
sociales, así las pautas de conducta, así los sistemas educativos y las
oposiciones: guardan un puro carácter conceptual, habiendo perdido la raíz de
sus porqués. Estoy seguro de que la Agregation
tuvo un origen cargado de contenidos vinculados a realidades concretas, sujetos
a contextos sociales y educativos, incluso políticos, que la sociedad del siglo
XIX entendía. Pero hoy en día, siento que todo se ha quedado ahí: se ha perdido
la esencia de esa “realidad”, de esa “necesidad”, del “porqué” es necesario
este examen, de “para qué” es necesario, de “por qué es así”, en detrimento del
puro examen en sí. Del asentamiento de este sistema de meritocracia en el que
debemos “cribar” en base a una serie de méritos, quizá ya desfasados, obviando
otra serie de cosas que, a mi modo de ver, están más en contacto con la
Realidad educativa: vocación, conocimiento, humanidad.
Pareciera
que me he dejado llevar por Úbeda y sus cerros (si esto fuera una disertación,
ya estaría descalificado… casi desde el principio), pero no. Soy español, nadie
me enseñó nunca a disertar. Pero es cierto que en España, el caos se presenta
con cierta insistencia y naturalidad. Es un país caótico, desde hace milenios,
pero vibrante, muy vibrante. Allí los papeles moran por los suelos, y pocos ciudadanos
de a pie toman la pena de recogerlos. Pero al menos sé (o siento) que quien lo
hace, lo hace movido por un contenido,
y no por un miedo. Esto daría mucho
más juego. Pero volvamos a la Agregation.
Me resulta un examen fascinante. Seguiré intentándolo en años venideros. Jamás lo
aprobaré, pero seguiré intentándolo, pues siento, individualmente, que
preparándolo y ejecutándolo hay algo en mi fondo que mejora. Pero desando las
trochas de estas reflexiones para regresar a esa pregunta meridional: ¿por qué?
¿Por qué este examen? ¿Por qué este sistema de “criba” que no busca “talentos o
vocaciones” sino “resultados y competencias”? ¿Por qué “competencias
intelectuales” y no “competencias humanas”? ¿No debería ser este un patrón
clave para el trabajo docente? ¿O al menos una combinación de ambas? ¿Dónde
queda, pues, la criba “humana”? Señores, señoras, yo no la veo. Y, si tanto
preocupan los resultados, ¿porqué no mirar lo que sale al final del proceso?
Miremos:
Soy
profesor de español en escuelas superiores y en la universidad. Soy contratado,
no titular, pues no tengo la oposición (creo que este punto ha quedado claro a
lo largo de mi “disertación”). Doy clases de español a alumnos que han
estudiado español desde la secundaria, una media de seis años. Y en seis años
de español, más del 80% no son capaces de formular una frase con un mínimo de
seguridad, de confianza, y despejada de errores básicos. Un 80% de la clase me
mira con ojos bizcos cuando les digo que Ser no es siempre permanente, ni Estar
es siempre temporal, por lo que NO podemos decir “yo estoy profesor”, aunque pueda cambiar, o “Pepito es muerto”, aunque sea permanente. Cuando
les explico que no decimos “yo fue en Madrid”, y cuando veo que no entienden
por qué, pues nadie les ha explicado jamás que “a” y “en” no son igual en
francés que en español. Y qué decir de la conjugación... Esa tendencia extendida a confundir la tercera y la primera persona, sin saber tantas veces distinguirlas. O cuando les afirmo y
asevero que expresiones como “tanto más cuanto que” no es de uso coloquial, o
que no sembramos nuestros discursos de “en efecto” para introducir cada idea (en effet en francés). Nadie se lo ha
explicado, porque la mayoría de profesores de español no son españoles. Y
quiero dejar bien claro que no hace falta ser nativo para enseñar una lengua,
pero sí exigir que el profesor de dicha lengua tenga un conocimiento pleno de
la lengua que enseña. Y, además, saber enseñarla, con vocación, con paciencia,
con comprensión, con inteligencia, y, qué duda cabe: con amor.
Así que vuelvo a la pregunta:
¿por qué este sistema de criba? ¿Qué se mide exactamente en una oposición para
profesor de español? ¿Saber respetar una metodología inflexible, en lugar de
valorar la vocación y el conocimiento pleno de la materia que se va a ensañar?
¿Acaso nos estamos perdiendo en la forma y asolando el contenido? Bueno, como
suelo decir, solo Mary Poppins lo sabe.