Escuchaba a Pablo Iglesias que,
mientras otros se preocupan por ver quién tiene la bandera más grande, ellos lo
harán por otro tipo de patriotismo, el patriotismo de las cosas de comer. Inteligente,
audaz, mordaz. Su retórica es siempre fascinante, dejando a un lado ideologías
y razones. La retórica es un arma dialectal, que Pablo Iglesias usa con
auténtica maestría. Solo Abascal, en estos momentos, le hace sombra. Abascal rezuma,
sin embargo, una claridad y una autenticidad de la que carece en estos momentos
Pablo Iglesias. Creo que Pablo Iglesias se guarda muchas cosas, modifica sus
tonos con pretensiones electorales, siente que muchas de las cosas que dice “cabalgan
contradicciones”, y ha comprendido que para ganar votos entre la gente normal,
la mayoría, debe modificar tonos y palabras. Pero no lo siente en su raíz. Lo
vemos retorcer ciertos temas, y evitar otros. Pero claro, esa actitud, ese
discurso, ese juego con machetes de doble filo, lo sumen en contradicciones. En
esas contradicciones, quizá, en las que cabalga a menudo.
Pablo
Iglesias tiene esa tendencia a rechazar lo que no esté dentro de su marco ideológico,
aunque el tiempo, la experiencia y la edad, le hagan al menos dialogar con
espectros ideológicos diferentes, pero próximos. Pablo Iglesias no entiende,
aunque en ocasiones pueda decir lo contrario, que las buenas personas no están
afincadas solo a su partido. Pablo Iglesias (quizá Abascal también), tiene una
resistencia ideológica en su propio entendimiento, un bloqueo autoimpuesto, que
le impide entender la naturaleza humana. No puede evitar mezclar la orientación
política con la calidad de la persona, cuando son cosas que no tienen nada que
ver, en absoluto. Así, un católico, un ateo, un socialista, un comunista, un
capitalista, un liberal, un votante de X o Z, pueden ser personas maravillosas,
excepcionales, generosas, humanas. No tiene nada que ver con su orientación. Olvida
que todas las asociaciones políticas nacen de personas que buscan un bien para
la globalidad del territorio. El problema no está en las propuestas de cada
cual, el problema reside en considerar que las propuestas de uno deben rechazar
las del otro. Y hacer ver en su propio discurso (también podríamos sumar a
Abascal a esta crítica) que el “otro” es el enemigo, y que además carece de
humanidad, es jugar con sentimientos que mueven al rechazo, al odio, a la
violencia, y que son cosas que fácilmente podrían írseles de las manos. No
dirigen mensajes a sus propias filas para calmar las aguas, para alimentar la
comprensión, para alimentar la humanidad, para despojar el velo de prejuicios
que los sostienen allá arriba, prejuicios que inventan enemigos y entidades abstractas:
fascistas, comunistas, machistas, feministas radicales. Las personas somos
mucho más que eso.
Pablo
Iglesias se manifiesta en contra de una identidad concreta, la identidad patriótica,
la de sentirse español, la de emocionarse con los símbolos del país en el que
se ha nacido, y abanderarlos con orgullo en forma de bandera, de himno, de
palabras o de gestos. Pablo Iglesias, haciendo uso y alarde de ese manejo
magistral de la retórica que lo caracteriza, insufla de prejuicios la imagen que
transmite de esos “patriotas”, situándolos en algo parecido al franquismo, a la
derecha o a la extrema derecha. De acuerdo que Franco, en tanto que personaje
histórico, participó a su manera para que los símbolos de hoy sean los que son.
Pero los símbolos tienen una tendencia natural a reinsuflarse de otros
contenidos. Yo crecí con la bandera española a la entrada de mi colegio. Viendo
la foto del rey en clase. Y no miraba aquello ni con orgullo ni con resentimiento,
sino como algo natural del país donde me tocó nacer. Crecí, afortunadamente,
sin que nadie tratara de inculcarme una cosa o la otra. Dibujábamos la bandera
española en clase, debíamos colorearla tratando de que los colores no rebosaran
de las líneas. Y era divertido. Sentía más orgullo contemplando la bandera que
yo mismo había coloreado, que las que blandían por Madrid, a principios de los
años ochenta. Nadie me insufló el prejuicio de “esto es mejor, o peor, que
aquello otro”. Pero, iluso de mí, había chavales de mi edad que estaban
creciendo en un ambiente diferente, donde sí se les insuflaba prejuicios que retorcían
la relación natural entre percepción y sentimiento, así, cuando veían una
bandera española, repetían, como loritos, “eso es facha”. Recuerdo que en
aquellos años, debíamos tener seis o siete, no sabíamos qué significaba “facha”.
Creíamos que tenía que ver con la manera de vestirse, por aquello de “vaya facha
que me traes”. En fin, lejos de toda ideología, jugábamos al rescate en el
patio del colegio, sin mayor conflicto, y maldiciendo la desaparición de
Espinete, que había sido diabólicamente remplazado por Yupi. Pero los años
pasan, y los prejuicios se alimentan, y ahora aquellos niños inocentes rezuman
odio, un odio contumaz y aprendido, hacia toda la simbología que nos ha tocado
tener. Y desean, fervientemente, suprimirla o modificarla, y qué importa si
otra grandísima parte de la población no tiene larvados esos prejuicios, qué
importa si esa grandísima parte de la población se siente simple y llanamente
orgullosa de haber nacido donde ha nacido, sin ladearse hacia ningún tipo de
extremo, sino respondiendo, de un modo sencillo y natural, hacia aquello que
todos los humanos hacemos, hacia aquello que todos los humanos necesitamos: una
identidad. Estos detractores simbológicos, en su empacho de prejuicios,
identifican a las personas sencillas con los enemigos del pasado, con los
fascistas, falangistas, franquistas, a los que ni siquiera conocieron. Se
mueven en ese eje maniqueo del bien y del mal, y como ellos están posicionados
en el bien, identifican todo lo ajeno con el mal.
Pero
olvidan algo. La identidad se forja con años, y se compone de una infinidad de
detalles, como por ejemplo una determinada melodía, unas determinadas palabras,
unos determinados colores. La identidad, llevada a su extremo, puede provocar guerras,
muertes, odios, rencores. La identidad tratada como algo natural y necesario,
permite la convivencia de la mayor parte de una población, siempre y cuando
nadie trate de retorcer sus contenidos para crear adeptos a su propia
ideología. El sentirse “español” es bueno, permite la convivencia. El tratar de
desarticular ese tejido identitario, criticándolo constantemente, tratando de
identificarlo con el “mal”, traerá graves y penosas consecuencias. Y todo por
un mimado tropel de prejuicios que os han servido al desayuno, a la comida, a la
merienda, a la cena, desde que sois pequeños. No os han vertido conocimiento en
vuestra educación, os han inventado enemigos abstractos que ahora tratáis de
identificar en personas de carne y hueso. ¿Por qué si no no puedo poner una bandera
de España en mi coche, y pasearme tranquilamente por cualquier parte de mi
país?
La
identidad. Ese constructo de ínfimos detalles que nos componen a los humanos,
en tanto que seres sociales, comunicativos, relacionales. La identidad es necesaria,
y vosotros la reivindicáis, cuando os sumergís en el discurso de la identidad
sexual. Reivindicáis que una persona no deba sentirse hombre o mujer, según el
sexo que el azar y la naturaleza le ha conferido. Defendéis que la construcción
del individuo pasa la creación de una identidad. Dicha construcción pasa por lo
que la sociedad ha dispuesto para ella. Cierto que hay un vínculo (siempre lo
ha habido) entre la naturaleza y la psique: si se nace varón, la sociedad
dispone de unos mecanismos cuasi automáticos para que ese individuo cree una
identidad de varón. Pero cuando el individuo, adentrándose en la adolescencia, comienza
a debatirse entre los patrones aprendidos, sus sentimientos, sus atracciones,
puede decidir deconstruirse para crear su propia identidad. Y la sociedad ya
dispone de otras identidades de entre las cuales podemos elegir: hombre, mujer,
transgénero, género binario, género fluido, y unas cuantas decenas más contempladas
en la ONU. Defendéis, por tanto, a capa y espada que cada persona sea libre de
elegir su identidad, y eso está bien, tratándose de minorías, que son vuestro
fuerte, está bien que dichas minorías tengan voz y defensa en las altas esferas
de la política. Pero si defendéis la identidad a tan alto nivel de retórica,
dialéctica y ejercicio político, ¿qué os sucede con la identidad española? El
español nace, igual que el varón o la mujer, pero el español también se hace,
igual que cualquiera de los géneros que pone, hoy en día, la sociedad a nuestra
disposición. Y si debemos respetar a unos, debemos respetar a los otros: el
español nace, se hace, se confirma, y cuando blandea su bandera, no tiene por
qué estar blandiendo los valores de Franco o de Hitler (aunque os empeñéis en
insuflar ese contenido impostado), no, está blandiendo su identidad, la que le
sirve para comunicarse con el mundo, consigo mismo, igual que hace un gay blandiendo
su bandera el día del orgullo. Tan respetable es la identidad del uno, como la
del otro. Solo os queda entender de una vez que, además, no están reñidas. Si
dejáis de alimentar esos prejuicios en las jóvenes generaciones, Juan y Luis,
que jugarán al rescate en el patio del colegio, seguirán siendo amigos cuando
Juan ondee la bandera de España el día de la Hispanidad, y Luis la propia el
día del Orgullo Gay. Es más, Juan estará con Luis aplaudiéndole desde la
muchedumbre, y Luis hará lo propio.