sábado, 14 de noviembre de 2020

Que el mundo se me parezca

 

Que el mundo se me parezca

 

El confinamiento nos ha traído, aparte de algunas otras decenas de cosas, reflexión. Es cierto que estamos encerrados, y que cuando conseguimos escapar a las mieles de Netflix, Facebook o Youtube, cuando ya hemos comido, ya hemos fregado los platos, y convenientemente secado y guardado en la alacena, cuando la escoba, recogedor y fregona ya han hecho su función de sobremesa, los niños hacen un puzle despreocupados, la familia está bien, menos mal, al fin hemos apagado la radio que ha sembrado de ondas el hogar desde esta mañana, cuando ya hemos hecho todas nuestras labores, miramos por la ventana para ver si todo sigue en pie, y miramos al cielo y sentimos que es el mismo que hace mil años, y probablemente más, y en ese estado de súbita paz, se nos presenta esa oportunidad deliciosa que el mundo nos brinda rara vez: la oportunidad de reflexionar.

 

Hasta aquí todo correcto. Aguardar un instante antes de conectar el ordenador, de desbloquear la pantalla del móvil, de retomar la novela que quedó ayer abandonada ya no sé por dónde (bendito marcapáginas), retener esa pulsión de hacer algo, contener el nervio agitador, unos minutos, y sentarse. Y respirar pausadamente (cien respiraciones profundas bastan para encontrar la paz) y después, entregarse a la reflexión.

 

Ahora bien: confundimos reflexión y pensamiento. La reflexión no es automática, es voluntaria y supone un esfuerzo, una preparación, un ritual. El pensamiento es automático, autónomo e involuntario. Los pensamientos tratan de infiltrarse en nuestro ánimo (¿en nuestra ánima?) en mitad de una serie fulgurante, en mitad de un libro sensual, mientras freímos huevos o pelamos patatas, en mitad de una partida de parchís, cuando bajamos, discretamente, a sacar la basura, o cuando frotamos esa sombra de sospecha y contagio bajo el grifo, con abundante jabón.

 

El pensamiento irrumpe, no está sujeto a voluntad, y por ello es mecánico, automático, sumiso al funcionamiento del ego, ajeno al protocolo de la conciencia. Así, ¿quién encontrará a Dios en mitad de este encierro? Esa no es la pregunta, la pregunta sería: ¿alguien se detendrá a buscarlo? La presente situación debería nutrir esta pregunta. Pero la mente, compañera y contumaz, completa nuestros vacíos con sus mecánicas, exentas a nuestra voluntad, a nuestra conciencia.

 

La reflexión supone un esfuerzo, no más. Una purga de automatismos. Un vértigo y una separación de todo lo que tenemos sembrado (y larvado) en la mente. A la auténtica reflexión se llega cuando aplicamos la receta del Maestro de Nazaret: “niégate a ti mismo”. Sin ello, no hay reflexión, solo confirmación, y eso no es más que la aceptación de lo que otros han decidido por nosotros: lo que terceros se esforzaron en sembrarnos, bien hondo, en nuestra mente, o en nuestro vientre.

 

La prueba: últimamente encuentro abundantes mensajes en redes sociales, mensajes vocales en programas de radio, correos electrónicos o mensajes de texto, en los que la gente blande orgullosa esa “reflexión”, que no lo es en verdad, que parece propia: “bueno, que este virus sirva al menos para hacernos reflexionar sobre nuestro modo de vivir, basado en la sobreproducción y el excesivo consumo”. “Bueno, al menos con este encierro la Tierra puede tomarse unos días de respiro”. “Bueno, esto nos viene de vuelta, por la explotación que ejercemos los países ricos sobre los pobres”. Bueno, muy bien. Todo ello son pensamientos, no reflexiones. Pero ¿de dónde salen?

 

Escucharé y miraré de frente, a oídos francos y ojos sinceros, a todo aquel que me brinde una reflexión de verdad, algo que tenga que ver consigo mismo. Pero escuchar frases embotelladas, recién descorchadas para la ocasión, que evidencian la clara ausencia de criterio propio, íntimo, sacando a pasear alegremente manidos discursos, que otros se ocupan de desempolvar día y noche, a merced de sus propias ideologías, de sus egos, de sus mentes, no me aportan nada.

 

Cualquier reflexión auténtica debe nacer de sí mismo. Tenemos tan intrincada la costumbre de mirar afuera, que nos hemos olvidado de nosotros. Recabamos en “nosotros” solo cuando se trata de confirmarse a sí mismo, de justificarse, de defender las posturas propias. Pero “replantearse”, “redescubrirse”, “negarse”, eso es solo para los valientes, para los aventureros. La única y auténtica aventura que nos brinda este encierro, y que muy pocos se atreven a encarar.

 

El ego tiene sus razones, que el corazón no entiende: “Yo, antes del encierro, ya pensaba que el capitalismo era la mayor lacra implantada en nuestras sociedades; ahora, aprovecho la coyuntura para confirmarlo, y expresarlo a los cuatro vientos”.

 

Pues no. Este virus no entiende de capitalismos, de machismos, de riquezas ni de pobrezas, de xenofobias ni de fronteras: este virus no es más que una sincera expresión de la Verdad, y la Verdad no está sujeta a subjetividades propias del ego o ideologías, la Verdad no tiene límites, se nos filtra a cada segundo, por cada poro de la piel, estamos impresos en ella, y ella se nos imprime insistentemente en la mirada, y quien tenga ojos, que vea.

 

Estas cuitas precocinadas, reflexiones de microondas, no van más que dirigidas a henchir ese concepto sabiamente restaurado por Antonio Escohotado: “El sesgo de confirmación”. Así, estos saberes de quita y pon, que brotan con tanta frescura últimamente en redes y medios, evidencian que vivimos enfrascados en nuestro propio ego. Y el ego, enamorado de sí, el ego, que no atiende a razones ni a corazones, establece que sus criterios son los correctos, y que el mundo en el que vive se equivoca, las personas se equivocan, es él quien lleva la carta ganadora, y que sirva esta pandemia para confirmárselo. Arguye el mordaz Pablo Iglesias, en su última y decorosa entrevista concedida a El diario punto es, que esta situación ha hecho que viejas camisas del liberalismo se hayan dado cuenta de que (atención, que vienen curvas): Él tiene razón. La tenía antes, la tiene ahora, y la tendrá después.

 

No, señores, hasta que no nos bajemos de ese burro terco y sesgado, por mucho que queramos presentarlo como un enarbolado corcel, no tendremos razón, no estaremos en posesión de ninguna verdad (ni siquiera si atinamos con dos o tres verdades, así por azar). El ejercicio no es ese: el ejercicio es cumplir con tus rituales diarios, comer ligero, hidratar bien el cuerpo, refrescar bien la mente, sentarse, respirar (cien veces ya es ideal), y ponerse a mirar, con sabia paciencia, aquello otro que hay detrás de las máscaras:

 

¿Quién soy yo en realidad?

 

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