lunes, 24 de diciembre de 2018

El patriotismo de las cosas de comer



Escuchaba a Pablo Iglesias que, mientras otros se preocupan por ver quién tiene la bandera más grande, ellos lo harán por otro tipo de patriotismo, el patriotismo de las cosas de comer. Inteligente, audaz, mordaz. Su retórica es siempre fascinante, dejando a un lado ideologías y razones. La retórica es un arma dialectal, que Pablo Iglesias usa con auténtica maestría. Solo Abascal, en estos momentos, le hace sombra. Abascal rezuma, sin embargo, una claridad y una autenticidad de la que carece en estos momentos Pablo Iglesias. Creo que Pablo Iglesias se guarda muchas cosas, modifica sus tonos con pretensiones electorales, siente que muchas de las cosas que dice “cabalgan contradicciones”, y ha comprendido que para ganar votos entre la gente normal, la mayoría, debe modificar tonos y palabras. Pero no lo siente en su raíz. Lo vemos retorcer ciertos temas, y evitar otros. Pero claro, esa actitud, ese discurso, ese juego con machetes de doble filo, lo sumen en contradicciones. En esas contradicciones, quizá, en las que cabalga a menudo.
              Pablo Iglesias tiene esa tendencia a rechazar lo que no esté dentro de su marco ideológico, aunque el tiempo, la experiencia y la edad, le hagan al menos dialogar con espectros ideológicos diferentes, pero próximos. Pablo Iglesias no entiende, aunque en ocasiones pueda decir lo contrario, que las buenas personas no están afincadas solo a su partido. Pablo Iglesias (quizá Abascal también), tiene una resistencia ideológica en su propio entendimiento, un bloqueo autoimpuesto, que le impide entender la naturaleza humana. No puede evitar mezclar la orientación política con la calidad de la persona, cuando son cosas que no tienen nada que ver, en absoluto. Así, un católico, un ateo, un socialista, un comunista, un capitalista, un liberal, un votante de X o Z, pueden ser personas maravillosas, excepcionales, generosas, humanas. No tiene nada que ver con su orientación. Olvida que todas las asociaciones políticas nacen de personas que buscan un bien para la globalidad del territorio. El problema no está en las propuestas de cada cual, el problema reside en considerar que las propuestas de uno deben rechazar las del otro. Y hacer ver en su propio discurso (también podríamos sumar a Abascal a esta crítica) que el “otro” es el enemigo, y que además carece de humanidad, es jugar con sentimientos que mueven al rechazo, al odio, a la violencia, y que son cosas que fácilmente podrían írseles de las manos. No dirigen mensajes a sus propias filas para calmar las aguas, para alimentar la comprensión, para alimentar la humanidad, para despojar el velo de prejuicios que los sostienen allá arriba, prejuicios que inventan enemigos y entidades abstractas: fascistas, comunistas, machistas, feministas radicales. Las personas somos mucho más que eso.
              Pablo Iglesias se manifiesta en contra de una identidad concreta, la identidad patriótica, la de sentirse español, la de emocionarse con los símbolos del país en el que se ha nacido, y abanderarlos con orgullo en forma de bandera, de himno, de palabras o de gestos. Pablo Iglesias, haciendo uso y alarde de ese manejo magistral de la retórica que lo caracteriza, insufla de prejuicios la imagen que transmite de esos “patriotas”, situándolos en algo parecido al franquismo, a la derecha o a la extrema derecha. De acuerdo que Franco, en tanto que personaje histórico, participó a su manera para que los símbolos de hoy sean los que son. Pero los símbolos tienen una tendencia natural a reinsuflarse de otros contenidos. Yo crecí con la bandera española a la entrada de mi colegio. Viendo la foto del rey en clase. Y no miraba aquello ni con orgullo ni con resentimiento, sino como algo natural del país donde me tocó nacer. Crecí, afortunadamente, sin que nadie tratara de inculcarme una cosa o la otra. Dibujábamos la bandera española en clase, debíamos colorearla tratando de que los colores no rebosaran de las líneas. Y era divertido. Sentía más orgullo contemplando la bandera que yo mismo había coloreado, que las que blandían por Madrid, a principios de los años ochenta. Nadie me insufló el prejuicio de “esto es mejor, o peor, que aquello otro”. Pero, iluso de mí, había chavales de mi edad que estaban creciendo en un ambiente diferente, donde sí se les insuflaba prejuicios que retorcían la relación natural entre percepción y sentimiento, así, cuando veían una bandera española, repetían, como loritos, “eso es facha”. Recuerdo que en aquellos años, debíamos tener seis o siete, no sabíamos qué significaba “facha”. Creíamos que tenía que ver con la manera de vestirse, por aquello de “vaya facha que me traes”. En fin, lejos de toda ideología, jugábamos al rescate en el patio del colegio, sin mayor conflicto, y maldiciendo la desaparición de Espinete, que había sido diabólicamente remplazado por Yupi. Pero los años pasan, y los prejuicios se alimentan, y ahora aquellos niños inocentes rezuman odio, un odio contumaz y aprendido, hacia toda la simbología que nos ha tocado tener. Y desean, fervientemente, suprimirla o modificarla, y qué importa si otra grandísima parte de la población no tiene larvados esos prejuicios, qué importa si esa grandísima parte de la población se siente simple y llanamente orgullosa de haber nacido donde ha nacido, sin ladearse hacia ningún tipo de extremo, sino respondiendo, de un modo sencillo y natural, hacia aquello que todos los humanos hacemos, hacia aquello que todos los humanos necesitamos: una identidad. Estos detractores simbológicos, en su empacho de prejuicios, identifican a las personas sencillas con los enemigos del pasado, con los fascistas, falangistas, franquistas, a los que ni siquiera conocieron. Se mueven en ese eje maniqueo del bien y del mal, y como ellos están posicionados en el bien, identifican todo lo ajeno con el mal.
              Pero olvidan algo. La identidad se forja con años, y se compone de una infinidad de detalles, como por ejemplo una determinada melodía, unas determinadas palabras, unos determinados colores. La identidad, llevada a su extremo, puede provocar guerras, muertes, odios, rencores. La identidad tratada como algo natural y necesario, permite la convivencia de la mayor parte de una población, siempre y cuando nadie trate de retorcer sus contenidos para crear adeptos a su propia ideología. El sentirse “español” es bueno, permite la convivencia. El tratar de desarticular ese tejido identitario, criticándolo constantemente, tratando de identificarlo con el “mal”, traerá graves y penosas consecuencias. Y todo por un mimado tropel de prejuicios que os han servido al desayuno, a la comida, a la merienda, a la cena, desde que sois pequeños. No os han vertido conocimiento en vuestra educación, os han inventado enemigos abstractos que ahora tratáis de identificar en personas de carne y hueso. ¿Por qué si no no puedo poner una bandera de España en mi coche, y pasearme tranquilamente por cualquier parte de mi país?
              La identidad. Ese constructo de ínfimos detalles que nos componen a los humanos, en tanto que seres sociales, comunicativos, relacionales. La identidad es necesaria, y vosotros la reivindicáis, cuando os sumergís en el discurso de la identidad sexual. Reivindicáis que una persona no deba sentirse hombre o mujer, según el sexo que el azar y la naturaleza le ha conferido. Defendéis que la construcción del individuo pasa la creación de una identidad. Dicha construcción pasa por lo que la sociedad ha dispuesto para ella. Cierto que hay un vínculo (siempre lo ha habido) entre la naturaleza y la psique: si se nace varón, la sociedad dispone de unos mecanismos cuasi automáticos para que ese individuo cree una identidad de varón. Pero cuando el individuo, adentrándose en la adolescencia, comienza a debatirse entre los patrones aprendidos, sus sentimientos, sus atracciones, puede decidir deconstruirse para crear su propia identidad. Y la sociedad ya dispone de otras identidades de entre las cuales podemos elegir: hombre, mujer, transgénero, género binario, género fluido, y unas cuantas decenas más contempladas en la ONU. Defendéis, por tanto, a capa y espada que cada persona sea libre de elegir su identidad, y eso está bien, tratándose de minorías, que son vuestro fuerte, está bien que dichas minorías tengan voz y defensa en las altas esferas de la política. Pero si defendéis la identidad a tan alto nivel de retórica, dialéctica y ejercicio político, ¿qué os sucede con la identidad española? El español nace, igual que el varón o la mujer, pero el español también se hace, igual que cualquiera de los géneros que pone, hoy en día, la sociedad a nuestra disposición. Y si debemos respetar a unos, debemos respetar a los otros: el español nace, se hace, se confirma, y cuando blandea su bandera, no tiene por qué estar blandiendo los valores de Franco o de Hitler (aunque os empeñéis en insuflar ese contenido impostado), no, está blandiendo su identidad, la que le sirve para comunicarse con el mundo, consigo mismo, igual que hace un gay blandiendo su bandera el día del orgullo. Tan respetable es la identidad del uno, como la del otro. Solo os queda entender de una vez que, además, no están reñidas. Si dejáis de alimentar esos prejuicios en las jóvenes generaciones, Juan y Luis, que jugarán al rescate en el patio del colegio, seguirán siendo amigos cuando Juan ondee la bandera de España el día de la Hispanidad, y Luis la propia el día del Orgullo Gay. Es más, Juan estará con Luis aplaudiéndole desde la muchedumbre, y Luis hará lo propio.

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